Fin de poema, de Juan Tallón (Anagrama) | por Gema Monlleó

Juan Tallón | Fin de poema

“porque la belleza no es 
sino el nacimiento de lo terrible; un algo
que nosotros podemos admirar y soportar
tan solo en la medida en que se aviene,
desdeñoso, a existir sin destruirnos”
Elegías de Duino, Rainer Maria Rilke 

No suelo releer libros. Sigo fielmente el consejo de aquel verso de Joaquín Sabina en Peces de ciudad: “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Aún así, a veces rompo mis normas no escritas y un libro que me hizo feliz aparece de nuevo ante mis ojos diciendo “lé-e-me”. Esto es lo que me ha sucedido con Fin de poema, el libro en el que Juan Tallón (Vilardevós, 1975) recrea el último día de cuatro poetas suicidas, una novela que leí en el año 2015 en la edición de Alrevés y que ahora, revisada por el autor, ha publicado Anagrama. 

Tengo querencia por los artistas suicidas. Hay algo en su soledad y determinación que me atrae de manera magnética. No sé si busco comprender sin juzgar ni admirar la valentía del último gesto, contribuir a una conversación sobre un tabú demasiado silenciado, o buscar el límite de ese margen en el que el arte ya no es suficiente (“Hacía tiempo que sabía que al cielo o al infierno se va solo”), porque si algo he aprendido con mis lecturas de y sobre suicidas, especialmente en literatos, es que su pelea con la vida era también una intensa lucha con(tra) el acto de crear (“Estas son ya horas muertas. No ocurre nada, salvo lo que no pasa”). 

En Fin de poema los cuatro protagonistas son Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Anne Sexton y Gabriel Ferrater, cada uno en su momento y en su ciudad, desde su conflicto íntimo, en una danza entre la poesía y la muerte (“camina todos los días hacia su suicidio”). El autor se mimetiza en la sombra de ese último día y cartografía no el hecho del suicidio en sí, no el instante preciso de la muerte, sino la emocionalidad del tránsito voluntario hacia ella (“Todos los días se hace la noche tan temprano, piensa, que a veces ocurre por la mañana”). Tallón acompaña pensamientos, acciones y sentimientos que, ciertos o no, son absolutamente plausibles y coherentes con la verdad literaria narrada (en la tradición de, por ejemplo, las Ocho entrevistas inventadas de Enrique Vila-Matas recuperadas en 2024 por H&O).   

Turín, 26 de agosto de 1950: “Es mentira que uno se acostumbre al dolor. Cada vez que uno entra en bancarrota emocional lo hace siempre por primera vez. No tiene costumbre. El dolor es constante pero nuevo”. Buenos Aires, 25 de septiembre de 1972: “Los recuerdos de Alejandra son trozos de un cristal roto que meses después de que el vidrio se rompa aparecen en cualquier esquina”. Boston, 4 de octubre de 1974: “En ese momento, dejó de entender qué hacía allí, en un lugar vulgar del mundo. Se quedo sin suelo. Todo tenia pasado, menos ella”. Sant Cugat del Vallès (Barcelona), 27 de abril de 1972: “Su único tema había sido siempre el paso difícil del tiempo y las mujeres que habían transitado por él, y de repente todo esos, con su oxidación, había ocurrido ya”. Cuatro lugares y cuatro cronologías entrelazadas en un ir y venir poético por las fronteras de la frase de Artaud que preside el escritorio de La Bicho y desde cuyo envés teje Tallón el libro: “Había que tener, antes que nada, ganas de vivir”. 

Fin de poema no es un libro conclusivo, la voluntad del autor no es la resolución de un por qué sino el acompañamiento en la zozobra íntima de cada poeta a ese mismo por qué. Y, sin explicitar todas las respuestas posibles, el punto en el que todos convergen es en la soledad. Una soledad que pesa más que el alcohol en Sexton (“Estaba sentada en la cama y a punto de encender un cigarro cuando su corazón volcó de medio lado, como si en las entrañas también hubiesen accidentes de tráfico”) y Ferrater (“De pronto, lo vio todo arrasado y cayó por sorpresa en la tristeza, de ese modo inesperado en el que uno, al pisar una tabla podrida, se precipita al pozo”). Una soledad más brumosa que la enfermedad mental en Pizarnik (“El psiquiátrico se ha vuelto un lugar tan silencioso, tan castrado, que ese vacío solo da ganas de arrojarse a él y caer para siempre en la nada”) y que la combinación entre depresión y desamor en Pavese (“Sobre todo, Cesare es una carga para él. Se pesa. Cuando se cae. O se precipita hacia dentro, le cuesta semanas levantarse”). Esa soledad, en los cuatro poetas, no es solo vital (“Vivir rodeada también era vivir en una isla, dentro de un pozo”), también lo es respecto al acto creativo: todos sienten que su poesía se ha agotado, sienten el hueco de una pulsión que ya no late (“el silencio tiende a la dureza”), siente el abismo de ese silencio mortificante, la grieta de esa compañía escindida, tornándose desamparo último (“Había escrito tres versos en un papel que luego arrojó al suelo. Su poesía ya no se sostenía ni sobre las mesas”). 

Novela fragmentaria, que huye de la linealidad cronológica alternando capítulos breves en los que Tallón (re)construye el universo interior de los poetas (“son detalles y, como detalles, forman parte de lo sutil”), con sus rutinas y sus miedos (“ser poeta es ocupar los espacios con los ojos cerrados”), con sus nostalgias y su devastación (“la vida pierde parte de su belleza con el fin de la inocencia”), con la materialidad y la incomprensión-preocupación de sus entornos (“la medianoche entra en casa como si viniese a robar, a quedarse con su alma”). Novela que tiembla en la fría lucidez de saber que “todo es cuestión ya de unos pocos verbos, con sus correspondientes acciones, y se acabó”. Novela en la que el detalle microscópico del largo tránsito entre la vida y la muerte es también un elogio de la literatura, no sólo de la de los protagonistas sino de la de todos los referentes que los acompañan (Kafka, Gombrowicz, Cortázar, Girondo, Beckett, Juan Ramón Jiménez, Rilke, Cheever, Gil de Biedma, Sylvia Plath…). Novela en la que la culpa por los suicidios tantas veces recreados y no ejecutados se expía con la, ahora sí, exitosa acción última (“Su culpa ha sido esperar, pensar en su muerte pero sin matarse, acostumbrase a la idea de que solo le quedaba el camino del suicidio, pero no completar el recorrido”). 

Fin de poema celebra la literatura jugando con la literatura y el ejercicio metaliterario y estético de Tallón-Caronte, exento de cuestionamientos morales, deja en el agua la estela del polisémico valor de la palabra componiendo un texto poético que encuentra su reflejo en los versos de los cuatro poetas: Pavese (“Un gesto. No escribiré más”), Pizarnik (“No quiero ir nada más que hasta el fondo”), Sexton (“La muerte correcta está escrita. / Colmaré la necesidad”), Ferrater (“Vendrá el día más largo de un larguísimo / verano”). Cuatro fragilidades, cuatro desgarros, cuatro artistas tan atormentados como brillantes dejándose ir hacia su desesperanza última: “Transcurre un minuto sin que suceda nada a su alrededor. En eso consiste el abandono. Quietud. Ausencia. Desierto.”  

 


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